Ilustración Sebastián Curuchet |
Voy a hablarles de la novela que me cambió la vida.
O me la arruinó, todavía no me decido, pero fue más de lo que parece. En el
2007 yo pesaba 57, con 1.80 de estatura. Había perdido diez kilos. Tomaba té
como loco, me había deprimido y me puse a leer viajeros japoneses, monjes
budistas y un amigo me prestó En el
camino. Estaba de vacaciones, así que me instalé en el sillón de casa y
sólo despegué el trasero para lo básico. En menos de una semana terminé el
libro y desde entonces nada fue igual.
El narrador de
En el camino comienza advirtiendo que acababa de salir de una larga
enfermedad y tenía problemas con su mujer y se largó a viajar haciendo dedo.
Comienza su “vida en la carretera”,
el mito del mochilero. Yo también estaba empezando una crisis muy larga con la
mujer que amo, hoy mi esposa, pero todavía no entendía que la novela me hablaba
en clave, me decía que yo podía hacer lo mismo, ansiar lo mismo, romper con
todo, largarme. Así me volví un viajero sin geografía; no agarré la mochila
como muchos que han leído Kerouac, pero elevé mis fantasías a un nivel de
ansiedad profunda que terminó por eclipsarme años después, hasta que decidí
vagabundear por la cuidad como si fuera, por momentos, parte de la banda del bop
y la noche era todo lo que había. O sea, Kerouac me dio los argumentos básicos
para sentirme aventurero y miserable y lastimero, sin querer superarlo,
quedándome en la idea del errante eterno.
Sus amigos lo recuerdan escribiendo siempre, o
queriendo convertirse en escritor. Esforzándose por crear un estilo, y vaya que
lo logró. Kerouac explicó a Ginsberg que
En el camino trata sobre “la generación desquiciada”, él quería “poner a la
gente en el mapa, realzar su importancia y hacer que todo empiece a cambiar una
vez más”. Lo cierto es que es la novela de la mejor adolescencia: ahí está todo
lo que podríamos hacer si quisiéramos vivir una vida viajando, o una hermosa y
destructiva ilusión quizá.
Como Rayuela,
no volví a leer En el camino pero me
quedó esa energía que se evapora pero vuelve cada vez que la bruma de la
adultez me agobia y quiero chutarme hasta el desmayo varias páginas de demencia
donde nadie duerme, todos gozan por última vez y cuando amanece es un crimen.
Jamás concreté un viaje a lo Kerouac, pero no
abandoné la fantasía de esos viajes cortos dentro de la ciudad, lugares nuevos
para pasar e irse sin despedirse, gente con la que charlar, mujeres para
coquetear y bares para conspirar y la presencia de incalculables litros de
vino.
Hace poco conseguí la edición de todas las cartas
que durante su vida se mandó con Allen Ginsberg. Y claro, se la pasó
escribiendo; parece que Kerouac sólo podía vivir si había literatura. Murió
joven, tenía 47 años.
En las cartas hay mucho de su biografía; sólo tomaré
un párrafo, del 10 de junio de 1949: “(…) Quiero que me dejen en paz. Quiero
sentarme en la hierba. Quiero montar en mi caballo. Quiero acostarme con una
mujer desnuda en la hierba del monte. Quiero pensar. Quiero rezar. Quiero
dormir. Quiero mirar las estrellas. Quiero lo que quiero. Quiero prepararme mi
propia comida, con mis propias manos, y vivir así. Quiero leer libros. Quiero
escribir libros. Escribiré libros en los bosques. Thoreau tenía razón; Jesús
tenía razón.” Tenía 27 cuando hablaba de Henry D. Thoreau como guía y ejemplo.
Sirvió para darle a sus libros ese espíritu en huida y cambio permanente, la
condensación adecuada de la épica trágica que hace que estas historias puedan
ser apreciadas por jóvenes, por espíritus jóvenes.
Con ese amigo que me prestó el libro, hasta hoy
compartimos la nostalgia. Tenemos un Club Kerouac pero es de dos o tres tipos;
nunca tuvimos una gran fraternidad para salir a vagar y hacernos los lobos.
Luego de En el camino llegó el turno
de Los Vagabundos del Dharma, pero
esa es otra historia.
En realidad odio a Kerouac, maldito borracho, con
un talento que no se volverá a repetir.
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